El lodo de la pólvora. El canon narcoliterario: tradición y ruptura.

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Del pasado 15 al 17 de Octubre, en la ciudad de Monterrey, se presentó el VI Encuentro Nacional de Jóvenes Escritores.

Una de las ponencias fue la siguiente.

El lodo de la pólvora.

La memoria forma una llaga, hace metástasis y nos define, nos convierte en lo que somos. Endurece la piel como Golem. El recuerdo nos ancla a una realidad que concebimos a través de la percepción, de las charlas, la experiencias, la influencia parental, el contacto con los abuelos, con los amigos, con la familia, con todos. En esa experiencia prevalece el narco, la coca, las armas, la mota, las amistades truculentas, los secuestros, el cobro de piso, los enlaces abandonados y en definitiva, esto marca las palabras, las historias, los personajes.

No. No podemos alejarnos de contar historias violentas, cubiertas de pólvora y fuego. No podemos eludir el tema. Sería abandonar la memoria. Pero sí podemos experimentar en el lenguaje, en el manejo de suposiciones, en la generación de universos, donde de una u otra forma, hay tintes de estas experiencias.

Al salir de la secundaria decidí que necesitaba un cambio de aire. Sopese mis opciones y encontré un campamento de verano. Sí, me imaginaba en una cabaña, haciendo fogatas y bombones. Nada más fuera de la realidad.

Me fui un par de meses a Surutato, en específico al Centro de Estudios Justo Sierra. Es un internado donde los muchachos de las rancherías cercanas van a estudiar.

Sí eran cabañas, pero más parecía un campo militar que un verano gringo alrededor de un lago, que era lo que yo quería. En los dormitorios éramos alrededor de cincuenta chicos distribuidos en literas. Nos levantábamos a las seis de la mañana para hacer ejercicio y luego a rascar las regaderas comunales para soltar el hielo y que saliera el agua.

Llegó el momento que tuve que integrarme a una brigada, se trata de unas cuadrillas que van desde ganadería hasta cocina. Me incliné por la de Mantenimiento, porque era la única que me permitía salir a explorar. La actividad principal era la plomería, se trataba de seguir una manguera —que era la principal fuente de agua de todo el internado— y encontrar la fuga para repararla con unos pedazos de cámara de llanta.

En uno de recorridos encontré un sembradío de mariguana. Olor a hierba, a moras, a tierra, a frío, a humedad y la continua sensación de estar vigilado. Miles de plantas de uno, dos metros, en un basto terreno semejante a una llanura. Un compañero silbó, alguien respondió y de inmediato cinco tipos armados salieron de entre los matorrales. Nos saludaron amablemente y nos dejaron ir. Para mi suerte, allá arriba todos se conocen.

En el internado, todos los padres han muertos. ¿Cómo murió?, un chingo de balazos. ¿Cómo fue?, los wachos cayeron en paracaídas y agarraron parejo. Se lo cargaron cuando bajó a la ciudad. Fue en la pizca. Nomás un día ya no volvió. Se estrelló en la avioneta. Tronaron la avioneta. Llegó el boludo. Todos tenían historias similares.

En otra ocasión, una chica se acercó y me dijo que continuamente soñaba a papá en un pozo de tierra, los gusanos le comían el rostros hasta dejarlo en huesos. Usted que sabe mucho, dígame qué significa, usted que lee mucho, que carga con tantos libros, dígame, cómo puedo dejar de soñar que los gusanos se comen a mi padre. No lo sabía. Lo único que pude hacer fue entregarle un puño de dulces que había llevado de contrabando.

Volví al pueblo y al internado en varias ocasiones. Una de ellas con dos amigos de la preparatoria: el Surutato y el Pollo. Por supuesto, el Suru era del pueblo y el pollo, bueno, el pollo siempre fue un gran amigo. En esos viajes nos daba por echarnos la mochila al hombro y caminar, subir montañas, acampar, encontrar ríos y arroyos.

Usualmente llegábamos a casa del Suru, su madre, una señora ya mayor, nos atendía con café, tortillas y frijoles, antes de salir a nuestra aventura, que duraba cuatro o cinco días de andar, su padre, un hombre de manos de piedra de tanto estar en el campo, llegaba, saludaba y luego desaparecía.

Entonces El Suru nos llamó. La habitación en obra negra y decenas de costales enormes. Costales de mota. Mota recién cortada. Olor a hierba. Costales de polietileno. Con la cosecha de seis meses. Mota fresca. Hay que llevar, dijo y tomó dos puños para guardarlos en la mochila. Nos fuimos.

No, no podemos tener ruptura con el narco, ni con el crimen organizado, ni con las drogas, ni con la política de mierda, no podemos porque crecimos en ella, sería tirar al caño las experiencias, igual que las eses y el vómito de una cruda interminable. No. Crecimos con esto alrededor. Tal vez en mis textos no se refleje directamente, pero ahí está.

Cada vez que un personaje toma un arma y dispara, recuerdo el olor a pólvora cuando cazábamos patos y tiraba el revólver .22 que mi abuelo me regaló. Cada vez que un personaje muere y queda de bruces, con la sangre humedeciendo el pavimento, recuerdo los cadáveres que encontramos en la calle, en los senderos, la piel gris, la ropa mal formada, huecos en el pecho, en el rostro, piernas y manos.

Soy de esa generación que se educó con los abuelos. Mis padres habían emprendido un viaje que duraría cinco años y no podían cargar con nosotros. Toda su vida, mi abuelo materno estuvo en corporaciones policiacas: director de tránsito, de la ministerial, de la Policía Judicial de Sinaloa, del grupo anti secuestro de estado, siempre del lado de armas y conflictos.

En uno de los closet de casa había un Fúsil M16, un AK-47, un rifle .22 con mira, una escuadra y un par de carabinas 30/30. Ahí las guardaban, suponiendo que no nos daríamos cuenta, pensando que jamás las veríamos y mucho menos que, en una borrachera, mi hermano las tomaría y a eso de las seis de la mañana levantaría a los compañeros de bebida, encañonados para jugarles una broma y reírnos mientras seguíamos tomando.

Supongo que en los texto siempre existirán matices de esa crianza. Del conflicto que hasta hoy prevalece, porque es una realidad, y la realidad no está para taponearla, para olvidarla, ¿a quién no le ha tocado una balacera, un secuestro, un gallo, una línea de coca, un robo, un asesinato, soñar con gusanos que se comen la piel de nuestros padres?, ¿a quién? Todos. Todos estamos hundidos en este pantano. Un pantano conformado por pólvora y éter que enciende cada tanto. Y en ese lodo prevalecen las palabras, las historias, los personajes, las acciones, las heridas, las balas.

Historias hay un chingo. Amigos que regresaron a la sierra para seguir sembrando, compañeros de secundaria asesinados, auto-lavados donde venden la mejor mota de Culiacán, colegas que quedaron arriba y ahora es imposible bajarlos porque ellos mismo abandonaron cualquier mecanismo de anclaje.

Pero esa no es la pregunta, ¿cierto?, ése no es el tema. La verdadera pregunta es: ¿cómo abordarlos?, ¿cómo contar historia?, ¿cómo hacer juego con el lenguaje?

A mis lados hay grandes narradores. Grandes contadores de historias. Cada uno encuentra sus propios caminos para el desarrollo de este pantano. Cada uno vierte la cantidad de pólvora necesaria. En mi caso, apuesto por la novela de acción, de aventura. Buscar en las vísceras de los personajes, ahondar en la idea de que sí, todos somos personas, de que sí, todos sentimos, y sí, algunos deseamos morir y otros imploramos la vida como si fuera un vaho que se desvanece en la ventana del auto.

Podemos convertir las historias, buscar en los vientres de los personajes, de la ciudad, arrojar una moneda al aire para hacer la apuesta sobre un futuro, una distopía, ciencia ficción, realismo mágico. Pero la coca, el narco, la mota, los sicarios, el dealer, el soborno, los asesinatos, la muerte, la maldita muerte que en todos lados aparece, son nuestra realidad. No es ficción. Aquí lo tenemos. Solo tomen cualquier periódico.

Así, mi apuesta es hacia las personas, a lo que hay vivo en ellos y en ese móvil que los aleja o acerca a jalar un gatillo, a manejar cientos de horas para cruzar un cargamento de mota, a viajar con visa y pasaporte para encerrarse por dos meses en una casa de Pasadena, California para cuidar un cultivo de Hidroponic.

Y la apuesta prevalece, ya sea con tintes de ciencia ficción, de distopías, de auto-ficción, relatos de misterio, de terror, de sangre, de locura. La apuesta a hacia las personas, hacia lo humano que nos abandonó o que nos toma del rostro hasta arrancarnos la piel. Lo humano que no hizo compañía por años y que después se perdió en un cambio de casa. Tenemos miedo que el recuerdo se borre como tiza en el pavimento. Pero no. Rescatamos esas memorias y las convertimos en palabras. En imágenes. En punzadas en el estómago cada vez que intentan desaparecer.

Tal vez no de forma directa, pero la experiencia, el ambiente y la tierra que forman ese pantano de los recuerdos, y se reflejan en las hojas que narramos, en las cartas, los diálogos, pero sobre todo, en el trasfondo de cada línea, porque los textos siempre serán inherentes a la memoria de quien los escribe.

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Hermann Gil Robles

Director de Inbound Marketing en Diis Mkt. Especializado en periodismo on-line con enfoque en arquitectura de información. Catedrático en el Tec Milenio y narrador. Autor de los libros: No hay buen puerto, Fuera de la Memoria, Los Sueños de los Últimos Días, La Ciudad del Olvido. Obtuvo el Premio Binacional de Novela 2016 Frontera de Palabras / Border of Words.

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