Grandes Esperanzas

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“Tal vez esta historia no es como fue, pero sí como la recuerdo.”

Así comienza una de aquellas grandes frases que  me han marcado en el andar de mi tiempo en este planeta.

Muchas veces somos personajes de una historia mucho más grande de lo que recordamos (o quisiéramos recordar), simplemente porque esa es la forma en que fuimos educados. Otras tantas, buscamos la manera de poder distanciarnos precisamente de esa forma en la que fuimos educados, y de pronto nos encontramos en una búsqueda insaciable por expresarnos más independiente que creativamente.

Esta es la historia de Finnegan “Finn” Bell, el protagonista de Grandes Esperanzas, uno de los filmes de entrada a Hollywood de Alfonso Cuarón  (Gravity, Sólo con tu Pareja) a mediados de los noventas.  Dicha historia está basada en el libro homónimo de Charles Dickens escrito alrededor de 1861.  Una novela escrita en una tendencia literaria llamada bildunsgroman, que no era otra cosa más que un género narrativo alemán en el cual el protagonista madura conforme el desarrollo de la novela.

Con las adaptaciones debidas, Cuarón y el escritor Mitch Glazer (Lost in Translation, The Recruit) plasman una historia mucho más moderna, no situada en los terruños de Kent y Londres a principios del siglo XIX si no en el Nueva York del siglo XX. Y gracias a estrellas nacientes de ese momento como Ethan Hawke y Gwyneth Paltrow fue recibida medianamente por la crítica especializada. En palabras del crítico de cine Roger Ebert: “Grandes Esperanzas comienza como una película ‘grandiosa’, pero termina como una película ‘buena'”.

Sin embargo, en esta ocasión no tomaremos las críticas ni las reseñas para hablar del filme. Lo haremos desde el punto de vista de una persona que fue creciendo a la par de una tradición anual de verla.

Posiblemente cuando la observé la primera ocasión no llegué a concebir exactamente la magnitud de lo que había visto, simplemente sabía que el desarrollo de la historia era mío: era un niño de familia modesta con un talento enorme que no sabía cómo expresarlo al mundo y que de cierta manera, siempre ha guardado una esperanza de un futuro mejor; el problema es que no sabe cómo llegar a él.

Así, cada año, sin ninguna época en particular para verla, esa película seguía dejando huella. Un mensaje que en ese momento,  con esa sensación seguía alimentando algo. Sin saber exactamente qué era o por qué, si se trataba de una persona, un lugar, un acto, simplemente sabía que la esperanza era algo que no se puede perder fácilmente. Y que con el paso de del tiempo, la evolución de los actos y la experiencia, dicha esperanza podría recibir su recompensa.

Finn, logró reconocer que independientemente de la situación, todas las personas necesitan de una segunda oportunidad en la vida. Sin embargo, aprendería de la forma menos común que algunas etapas son más necesarias que otras para aprender a justificar los actos que nos llevan a ciertos lugares y aprendizajes.  Algunas personas son más necesarias que otras para apreciar el valor de lo que hacemos y queremos.

Desde los botes pesqueros del Golfo, hasta aprender a bailar junto a la niña que pronto se volvería motivo de sueños y pesadillas a la vez. Desde sentirse querido por primera vez en su vida hasta experimentar lo que era tener el corazón roto. Desde perder toda emoción por la pasión que sabía era su talento y vocación verdaderos hasta ser capaz de ver la cima de un mundo que siempre soñó. Y despertar a la pesadilla de volver a perderlo todo.

Justo en el momento menos pensado,  el valor de aceptar que somos una diminuta porción del universo  y que el mismo universo y la vida no confabulan para darnos todo, pero tampoco lo hacen para quitárnoslo, es reconfortante. Es justo en ese momento en que se puede liberar de los demonios personales, tanto de los internos como los externos. Se es capaz de perdonar a otros y perdonarse a sí mismo. Reconocer todo aquello valioso que nos rodea.

Desconozco exactamente las veces que he visto la película, pero por lo menos  cada vez que puedo, recibo una enseñanza esencial en la configuración de mis pasos. En la forma de aprender de otros. En el ideal de siempre dar la otra mejilla y ser agradecido no con las personas o con los actos que nos provocan hacer, sino con la vida misma por haber hecho posible el crecimiento personal ante la adversidad.

Si eso pudo aprender Finn en una cinta de 111 minutos de duración que lo lleva de una niñez no muy fácil en un pequeño pueblo pesquero, convirtiéndose en la diversión de la señora rica y desquiciada que sabe que se enamorara de Estella, la niña que será motivo de anhelos y desilusiones. Si Finn pudo ser capaz de ver lo bueno de la vida a partir dejarse llevar por ella a pesar de los problemas y las dudas. Entonces, creo firmemente que todos podemos hacerlo.

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Jorge Rodríguez Jiménez

Torreón, Coahuila (1986). Mercadólogo de profesión, consultor por necesidad, cafetero por convicción. A los 4 años tuvo su primer acercamiento a las letras y al arte a través del cómic. Se ha desempeñado como gerente en diferentes negocios siempre tratando de llevar ese toque de empatía, comprensión y disciplina que las artes pueden enseñar.

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